Detesto a Papá Noel. Si un día decido convertirme en un psicópata de esos que asesinan en serie, la serie me la voy a montar a base de ex ministros y ministras de Cultura, y luego de sonrientes gorditos vestidos de rojo y con barba, y con sus renos voy a comer chuletas a la brasa durante una temporada. Aunque España va bien, como dice mi primo, y somos europeos e internacionales y le sacudimos entusiastas la charra al presidente norteamericano cuando al hijoputa se le antoja hacer pis en Irak o en alguna otra parte, toparme con Papá Noel en una calle de Chamberí se me sigue haciendo tan cuesta arriba como uno de Arkansas bailando sevillanas. Ya sé que el fulano lleva aquí casi treinta años, es más moderno y de diseño que los magos de Oriente, y con él, dicen, los niños disfrutan más tiempo los juguetes. Pero, con todo y con eso, al gordo de la barba —sin llegar al calibre de soplapollez del Halloween de las narices, que ahora también sustituye a nuestra noche de Difuntos de toda la vida— lo sigo viendo fuera de contexto: un gringo mercenario reclutado por los grandes almacenes para duplicar ventas, que vale menos que una boñiga del camello del rey Gaspar.
Porque el arriba firmante fue un niño monárquico. Monárquico de esa noche en que tres reyes llegaban de Oriente para materializar sueños. Claro que eran otros años, y otras Navidades. También yo era un niño, y los enanos ven el mundo, retienen sensaciones, olores, imágenes, de modo diferente a los adultos. Quizá por eso aquello me parece hoy tan hermoso. Recuerdo los reflejos de luz de los escaparates en el empedrado húmedo de las calles, la gente bajándose de los tranvías con abrigo y bufanda, los guardias de tráfico —con esos maravillosos cascos blancos que les quitó algún capullo— y aquellas cajas y botellas de vino que les dejaban los automovilistas. Recuerdo los villancicos en la radio, las zambombas, y las panderetas, y aquellas carracas de madera que giraban en torno a un palo. Recuerdo mis lágrimas y las de mis hermanos cuando apareció asado el pavo Federico, que habíamos engordado en casa del abuelo. Pero recuerdo, sobre todo, los escaparates de las tiendas, lugares mágicos llenos de juguetes, en cuyas lunas los niños —que no conocíamos aún la tele— pegábamos la nariz, soñando con poseer alguno de sus tesoros: el Mecano, la pepona, la pistola de hojalata, el caballo de cartón, la caja de soldados de plomo, los juegos reunidos Geyper.
Después, con el tiempo, aprendí a interpretar otros signos que acompañaban aquello y que entonces era incapaz de comprender: la mirada del niño que observaba el escaparate a mi lado, y que luego, cuando el día de reyes yo salía a jugar con mi flamante espada del Cisne Negro, me miraba con fijeza, las manos vacías en los bolsillos del pantalón corto. La angustia de la pobre mujer que salía de la tienda contando el dinero, insuficiente para la muñeca que alguna niña esperaba. El hombre de abrigo raído, parado frente al escaparate de sueños y luces, que luego se iba cabizbajo, a casa, donde a escondidas de sus cuatro o cinco hijos fabricaba con madera, pintura y sus propias manos, el humilde juguete que su pobre sueldo no le permitía comprar... Todos aquellos seres y miradas me producen hoy remordimientos retrospectivos, porque ahora sé lo que encerraban. Pero yo entonces era un niño ignorante. Un puñetero niño con suerte.
Ahora ya no existen aquellas queridas sombras familiares que se deslizaban de noche hasta los pies de mi cama, sabiéndome dormido. Casi todas se fueron, y ya no pueden seguir protegiéndome del frío que hace afuera, ni retrasar el cáncer inevitable de la lucidez. Pero todavía, cuando llega de nuevo la noche mágica y aguardo despierto en la oscuridad, siento entrar otra vez dulcemente en mi dormitorio a todos esos entrañables fantasmas y reunirse en silencio, velándome con una sonrisa. Por eso los tres fulanos vestidos. con púrpura de guardarropía y coronas de papel dorado, que a pesar de Santa Claus y del primer imbécil que lo trajo, de la modernidad, de las teleseries gringas, del ex ministro Solana, del nuevo look del Pepé y de toda la parafernalia, siguen saliendo a la calle cada cinco de enero, con tres camellos y un par de cojones, constituyen la única causa monárquica a la que de verdad me adhiero plena e incondicionalmente, con espada y daga; si hacemos excepción, por supuesto, de la reina Ana de Austria y sus herretes de diamantes. Y al guiri gordito, oigan, que le vayan dando.
Para los buenos momentos, GRATITUD.
Para los malos, ESPERANZA.
Para cada día una ILUSION
y siempre, siempre... FELICIDAD.
¡Feliz Navidad y que el nuevo año haga realidad tus sueños!
Buscar en este blog
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Archivo del blog
-
►
2024
(28)
- ► septiembre (4)
-
►
2023
(11)
- ► septiembre (1)
-
►
2021
(17)
- ► septiembre (1)
-
►
2020
(43)
- ► septiembre (3)
No hay comentarios:
Publicar un comentario