Según al calendario litúrgico, estamos en tiempo de adviento, tiempo de espera -casulla verde del cura en misa- y de alegría por la cercanía de la Pascua de Navidad, las pascuas más felices en el sentir popular, aunque este año lo serán menos gracias a este Gobierno, que es profundamente católico, aunque ofrece pocas muestras de haber entendido correctamente el Evangelio. Y cuando se acercan esas fechas, en montones de hogares llega el momento de montar los belenes, nacimientos o pesebres, y los niños pasan revista a la minúscula sociedad de figuras de barro para ir completando las que faltan o sustituyendo las que quedaron mutiladas el año pasado.
Los ojos infantiles revisarán el diminuto personal que habitará por unos días en una imaginaria ciudad de Belén y sus alrededores: el portal y sus ocupantes, la Virgen María, San José con la vara florida, el Niño en pañales (Jesús o Manuel en algún villancico andaluz), detrás la mula y el buey, y a la entrada, los pastores adorando y ofreciendo sus variados presentes; luego el camino, trazado con arena o serrín, por el que circula a veces una muchedumbre de artesanos y comerciantes portando de todo (huevos, gallinas, panes, hortalizas, sacos de harina o haces de leña), más allá del río, donde nada una bandada de patos sobre aguas de papel de plata, un grupo de pastores junto a la lumbre guarda las ovejas y aguarda la llegada del ángel colgado de un hilo, al fondo se ve el castillo de Herodes, por lo general más grande el malvado que su morada, aún más lejos, los tres Reyes Magos, montados a caballo o en camello, y en un rincón discreto, un personaje de los pesebres catalanes hace sus necesidades –el “caganer”, con simple pinta de pagés o con la cara de un político en boga–. Puede haber más, dependiendo del espacio, de la fantasía de sus creadores y de las espontáneas aportaciones de los más pequeños, que no respetan la iconografía y colocan figuras de Lego, automóviles, transformers o incluso algún indio despistado, que busca su tribu en Oriente Medio.
Todo esto, que forma parte de uno de los rituales más agradables del credo católico, va a cambiar, porque al Papa, que vive en Roma, como dice la canción, le ha dado por enredar, y tras una sesuda investigación ha llegado a unas conclusiones que desbaratan los aspectos verosímiles del relato pero conservan los más inverosímiles. “Roma locuta causa finita”. A saber: en el llamado portal de Belén, que según la tradición era un establo, no había ni mula ni buey, pero es verosímil que hubiera ambos animales en dicha dependencia. Ahora bien, expulsadas las bestias, el Papa mantiene que la doncella María, hija de Ana y Joaquín, tuvo un hijo siendo virgen, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, que aún siendo santo andaba metido en tales menesteres. Lo cual sigue siendo tan difícil de creer como hace dos mil años. Un misterio que el Papa se ha propuesto no desvelar.
Con la papalina ocurrencia, habrá que rehacer la letra de los villancicos y quedarán fuera de la nueva ortodoxia un montón de cuadros de afamados pintores con la imagen de la sagrada familia y sus dos unguladas mascotas.
Pero el gran problema es cómo se les explica a los niños que a partir de ahora hay que eliminar del belén al buey y a la mula, con el riesgo de dejar solos a Jesús, a María y a José, sin el calor del vaho de los animales, y como desahuciados en un portal medio vacío.
Y eso no puede ser, porque un portal de Belén sin mula y sin buey es tan inconcebible como la Navidad si paga extra, como Tintín sin Milú, Roberto Alcázar sin Pedrín, el capitán Trueno sin Crispín o como Guzmán sin Silveira. O sea, que no. Y es que este Papa es más papista que el Papa.
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